¿Qué es un “cristiano cultural”?

Por Ángel R. Villarini Jusino

Las religiones, otras formas de espiritualidad, así como las filosofías de vida son sistemas de creencias desde los cuales entendemos, sentimos, valoramos y deseamos. Esas creencias dan sentido y orientan nuestras vidas, la forma que nos relacionamos con la naturaleza, los otros y nosotros mismos. Son formas de conciencia que determinan nuestras decisiones y comportamiento. Las creencias se desarrollan mediante la apropiación, por parte de la persona en proceso de formación, mediante la vivencia o experiencia de su convivencia en comunidades culturales, que van desde la familia a la nación y la humanidad de la que parte. Estas creencias pasan a ser ingredientes fundante de su personalidad individual y colectiva. 

El cristianismo, en sus múltiples versiones, incluyendo la del “cristianismo cultural”, es un ejemplo de un sistema de creencias. Tras muchos años de reflexión crítica, a partir de mi formación inicial en un hogar, vecindario, escuela e iglesia, de un periodo de búsqueda de alternativas en el protestantismo, otro de ateísmo y finalmente de agnosticismo, llegué a entender que soy un “cristiano cultural”. Comparto en esta breve exposición mi interpretación de lo que esto significa.

El ser plenamente humano viene a existencia como resultado de la interacción entre su dotación biológica genético-evolutiva y la apropiación cultural sociohistórica, que tiene lugar por medio del lenguaje, del uso de la palabra como estructura de sentido. En esa interacción, mediante la palabra, el ser humano, simultáneamente, se apropia la cultura de su comunidad y desarrolla los órganos de apropiación de ésta, sus facultades o capacidades humanas (intelectuales, sensoriales, emocionales y volitivas), que unidas forman lo que llamamos conciencia. En diversos idiomas se designa la conciencia como “spirit”, “espirit”,  “geist” , es decir, como “espíritu.”  

Estamos hechos no solo de materia biológica, sino también de cultura, de palabra, de conciencia o espíritu. Esta idea encuentra eco en la manera en que en el Evangelio de Juan (1:1) se interpreta el acto creador: En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. 

En la cultura clásica de los griegos (gentiles), en la cual, en buena parte, parece haberse formado a quien llamamos Juan, y a quienes parece querer dirigirse, se hablaba del logos o “verbo” en su acepción de discurso, es decir, como disposición de palabras que unidas crean sentido. Pero el logos griego también designa la “Razón” que unifica y rige para dar lugar al universo, al orden y regularidad a pesar del cambio continuo y las contradicciones que ocurren en el mismo. Al mismo tiempo, el “verbo” es la razón humana que en cuanto capacidad nos permite conocer ese orden y, que, de igual modo, rige en nosotros para organizar y dirigir nuestro comportamiento. En este sentido, el “verbo” es simultáneamente transcendencia e inmanente a nosotros y actúa como intermediario entre los seres humanos y los dioses, entre lo mortal e inmortal, entre tiempo y eternidad. Los estoicos partiendo de esta tradición conciben al logos como principio divino que crea, domina y dirige la Naturaleza y el Universo entero. Esta interpretación se mantiene en el neoplatonismo, entre los gnósticos de la época de Jesús, en corrientes del cristianismo primitivo y en la escolástica.

La palabra opera como principio creador de la vida plenamente humana; permite no solamente que vivamos, como cualquier otra especie animal, sino que nos vivamos; es decir seamos conscientes de que vivimos y podamos hacer de nuestra vida objeto de reflexión y formación. La palabra hace nacer la conciencia, una fuerza interior que, al unir entendimiento, sensibilidad y voluntad, puede determinar nuestro compartimiento. Mediante las creencias desarrolladas a partir de la cultura de las comunidades de las que somos parte y en  las que se constituye, en forma y contenido, nuestra conciencia, comprendemos e interpretamos nuestras vidas para darles sentido: para saber de qué somos parte, de que dependemos y debemos agradecer lo que somos, a qué atenernos y de qué modo y en qué dirección debemos actuar para superar obstáculos, preservar y enriquecer nuestra vida; en fin para distinguir y escoger el bien, lo que beneficia a la vida, y combatir el mal que la daña,  y las fuerzas con que contamos para ello. 

Como tienden a indicar las neurociencias y la hermenéutica filosófica contemporáneas, en las vivencias de la convivencia en la niñez se forma nuestra comprensión, las creencias fundantes de las relaciones en que estamos y debemos estar en la naturaleza, con los otros y hacia nosotros, es decir, nuestra conciencia intelectual y moral. Esta comprensión originaria nunca nos abandona y queda como el “espíritu” originario sobre el cual vamos construyendo la narrativa de nuestras vidas. 

Mis creencias originarias y, con ello mi conciencia y espiritualidad se formaron en un hogar cristiano católico en el cual el servicio y la gratitud eran la forma en que se vivían y comprendían aquellos mandamientos supremos de “amar a Dios sobre todas las cosas” y “amar al prójimo como a ti mismo”, sobre todo al necesitado(a) de compasión y justicia. Me enseñó mi abuela, la cuidadora de mi infancia, una analfabeta profundamente cristiana practicante en el verdadero sentido que se reflejaba en todos los actos de su vida: “Dios es creador y protector, al extremo de dar la vida de su hijo por nosotros. Hay que reciprocarle siendo agradecidos, amándolo, sirviéndole al imitar y poner en práctica lo que nos enseñó por medio de su hijo, Jesucristo. Cuando no lo hacemos, cuando hacemos algo malo, papá Dios se pone triste y llora, y como lo amamos no queremos que llore”.

El contraste entre, por un lado, el espíritu cristiano en que me formé y la madurez que genera el estudio y lectura, y, por otro, lo que comencé a experimentar en la sociedad y en los que se hacían llamar “cristianos”, incluso en las autoridades de la Iglesia, me llevó a la rebelión propia del ateísmo.  Me tomó varias décadas de experiencias, estudio y lecturas, para “separar el grano de la paja”, para reconocer y reconciliarme con mi espíritu cristiano. Quiero decir, para reconocer que soy un “cristiano cultural”; que la justificación de todo lo bueno y justo que me ha preocupado hacer en la vida, mis creencias y actuar ético y político en mis relaciones en la naturaleza, con los otros y hacia mí, en fin, el espíritu que anima mi vida se fundamenta en mi fe en esa palabra cristiana aprendida y elaborada culturalmente en el seno familiar. Las creencias cristianas representan aquellas en la que me constituí en lo que más auténticamente soy: una forma concreta de personalidad, de creencias, valores, afectos y voluntad que dan sentido a mi vida: mi conciencia o espíritu cristiano. 

Respecto al tema de Dios, de si existe o no existe, guardo silencio. Me declaro agnóstico, no sé, ni me preocupa si existe o no existe. Como cristiano cultural, mi fe, la creencia en las cosas no vistas, en una humanidad respetuosa de la diversidad en la plena igualdad en vida digna, se fundamenta en lo vislumbrado en la palabra y obra del ser humano que fue Jesucristo, paradigma de la perfectibilidad (el hacernos cada día mejores) a la que debemos aspirar.

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